Querida encogí a los niños
Crecí hasta los 12 años. De ahí en
adelante, nunca más y como 3 añitos antes de mi doceavo cumpleaños
me encontré viendo esta película en la tele de mi casa y sin
saberlo muchos años mas tarde me sentiría media representada por
ella.
Es el año 1989 y en los estudios
hollywoodenses se les ocurre hacer una película relacionada con el
mundo de las miniaturas. La cosa va así: el profesor o científico o
inventor (la verdad nunca queda muy claro) Wayne Szalinsk está
inventando una máquina para reducir la materia; específicamente
para reducir el tamaño de la gasolina para viajes espaciales. La
máquina es un fracaso y sólo logra desintegrar la gasolina, en
ningún caso reducirla. Al pobre Szalinsky nadie en la universidad
le cree y, por ende, nadie da un peso por su famosa maquinita. Súmale
a eso una pinta de loser al pobre y súmale, más encima, un estigma
de personajes perdedores en su carrera cinematográfica.
Llega el día de exponer su proyecto y
de ver si logra convencer a la junta de la universidad para el
financiamiento y, mientras él expone pensando en la remota
posibilidad de que su máquina será todo un éxito, ésta descansa
tranquila en el ático de la casa que comparte con su familia: una
esposa y dos hijos; una popular hija adolescente y un enano de como 7
años que sigue los pasos de su científico padre. Junto a la casa
de los Szalinsk viven los Thomson: papá, mamá y dos hijos; un galán
de la edad de la popular jovencita y un ladilla de como 12 años
fanático del béisbol.
Al menor de los Thomson se le ocurre
comenzar a jugar con su pelota y su bate, práctica habitual para él,
y, en una de sus lanzadas, la pelota llega a dar a la ventana del
ático de la casa vecina y no cae, nada mas ni nada menos, que en la
maquina miniaturizadora, apretando el botón que reduce la cantidad
de energía y dejándola con la energía justa para reducir y no
desintegrar los objetos. Los hermanos Thomson van a pedir su pelota y
los Szalinsk se disponen a entregárselas, suben los cuatro a
buscarla, pero la máquina está prendida, funcionando, y bang! el
rayo les cae justo al abrir la puerta y los cuatro quedan reducidos
al tamaño de un maní. El ático parece el universo, las grietas del
piso verdaderos abismos, etc. Es ahí cuando el
doctor-profesor-inventor Szalinsk vuelve de la conferencia donde
mostraba el proyecto (y donde ya se imaginarán como le fue) y
comienza a buscar a los pequeños. Recorre la casa pero no encuentra
a nadie, sube al ático y, totalmente frustrado, ya cansado de
humillaciones, desquita su ira con la máquina que ahora sí
funcionaba, que, para colmo de los colmos (ven? les dije que era
loser) barre los desechos, pero no sabe que también está barriendo
a sus hijos y vecinos, los mete en una bolsa de basura y derechito al
patio. Los nanoniños logran escapar de la bolsa de basura pero se
dan cuenta de que están nada menos que en el jardín de la casa y ya
se imaginarán lo que es el jardín para ellos en ese momento, onda
“el-jardín-gigante-de-mundo-mágico” (que malditamente no
conocí, pero me lo imagine tanto), claro que mucho más hostil. De
aquí en adelante todo es aventura: escorpiones asesinos, abejas
megavoladoras, gotas de agua que amenazan con ahogarte, y kilómetros
y kilómetros de pasto del tamaño de edificios, legos camarotes,
colillas de cigarro que sirven para hacer antorchas y, mi parte
favorita, una deliciosa galleta tritón (debe haber sido una oreo, o
algo así en realidad) gigante botada para comer en bajones
aventureros.
Como les decía en un principio la
película mas adelante me vendría como anillo al dedo. Poco a poco
me fui convirtiendo en una nano-niña, en una nano-adolecente y hoy
en una nano-mujer, así como los Szalinsk y los Thomson.
Cuando una es pequeña la vida es
divertida, aunque yo creo que siendo de cualquier forma es como uno
se la tome. Sí, el cliché horrible, pero me refiero a eso de las
diferencias y las diferenciaciones. Es que el diferenciarse es un
acto totalmente implícito en el ser con los otros, pero yo creo que
el mambo es que en esos procesos de pertenecer y diferenciarse está
todo lo entretenido, en ese acto de poder reconocerse, conocer tus
daños, tus afectaciones, tus latencias y tus vibraciones con los
otros. Reconocerlas y sentir que son las que te definen y a la vez
te hacen super distinto. Empiezan a surgir un millón de
creatividades y comunicaciones chistosas, como los sobrenombres, por
ejemplo. Sí, yo los defiendo, es que tiene que ver con las
emociones, con el contexto y como este los define, con lo que
tu sientas al decirlo y con lo que sienta el otro al escucharlo, por
qué va ser malo decirle watón a mi amigo el “watón”, o chica a
la “chica”, es que yo creo que los, defectos son absolutamente
construidos por el contexto social y por el maldito poder que domina
esos contextos y que define la norma: los lindos, los inteligentes,
los ricos, lo altos, los rubios. No hablo de discriminación, de
bullying, de integración, que para mí son meras discusiones que se
quedan en conceptualizaciones, si al final a todos alguna vez nos
molestan y todos alguna vez molestamos.
Lo que yo defiendo es valorar el daño,
los propios daños y no quiero sonar a discurso positivista, como
decir 'amémonos todos con nuestras diferencias', pero sí riámonos
caleta de ellas, porque son chistosas, porque sirven para conocerse y
para conocer al de al lado, sirven para reirse y sí, a veces para
llorar también, pero para lo que más sirven es pa cachar que los
bonitos y las bonitas rara vez se parecen a esos de la tele, a los de
“hollywood”, o a las barbies, o a los ken, más bien no se
parecen a nadie, porque podí ser chico, negro, grande, gigante (y
tengo un amigo gigante), tetona, sin tetas, crespo o liso, da igual,
pa los amigos que te quieren siempre eres el más bonito o la más
bonita, por eso auque te topes con un rayo miniaturizador o con uno
gigantizador da igual si encuentras de amigos verdaderos bonitas y
bonitos como los que yo encontré.