martes, 31 de julio de 2012

Honey, I Shrunk the Kids (1989 - Dir. Joe Johnstone)


Querida encogí a los niños

Crecí hasta los 12 años. De ahí en adelante, nunca más y como 3 añitos antes de mi doceavo cumpleaños me encontré viendo esta película en la tele de mi casa y sin saberlo muchos años mas tarde me sentiría media representada por ella.

Es el año 1989 y en los estudios hollywoodenses se les ocurre hacer una película relacionada con el mundo de las miniaturas. La cosa va así: el profesor o científico o inventor (la verdad nunca queda muy claro) Wayne Szalinsk está inventando una máquina para reducir la materia; específicamente para reducir el tamaño de la gasolina para viajes espaciales. La máquina es un fracaso y sólo logra desintegrar la gasolina, en ningún caso reducirla. Al pobre Szalinsky nadie en la universidad le cree y, por ende, nadie da un peso por su famosa maquinita. Súmale a eso una pinta de loser al pobre y súmale, más encima, un estigma de personajes perdedores en su carrera cinematográfica.

Llega el día de exponer su proyecto y de ver si logra convencer a la junta de la universidad para el financiamiento y, mientras él expone pensando en la remota posibilidad de que su máquina será todo un éxito, ésta descansa tranquila en el ático de la casa que comparte con su familia: una esposa y dos hijos; una popular hija adolescente y un enano de como 7 años que sigue los pasos de su científico padre. Junto a la casa de los Szalinsk viven los Thomson: papá, mamá y dos hijos; un galán de la edad de la popular jovencita y un ladilla de como 12 años fanático del béisbol.

Al menor de los Thomson se le ocurre comenzar a jugar con su pelota y su bate, práctica habitual para él, y, en una de sus lanzadas, la pelota llega a dar a la ventana del ático de la casa vecina y no cae, nada mas ni nada menos, que en la maquina miniaturizadora, apretando el botón que reduce la cantidad de energía y dejándola con la energía justa para reducir y no desintegrar los objetos. Los hermanos Thomson van a pedir su pelota y los Szalinsk se disponen a entregárselas, suben los cuatro a buscarla, pero la máquina está prendida, funcionando, y bang! el rayo les cae justo al abrir la puerta y los cuatro quedan reducidos al tamaño de un maní. El ático parece el universo, las grietas del piso verdaderos abismos, etc. Es ahí cuando el doctor-profesor-inventor Szalinsk vuelve de la conferencia donde mostraba el proyecto (y donde ya se imaginarán como le fue) y comienza a buscar a los pequeños. Recorre la casa pero no encuentra a nadie, sube al ático y, totalmente frustrado, ya cansado de humillaciones, desquita su ira con la máquina que ahora sí funcionaba, que, para colmo de los colmos (ven? les dije que era loser) barre los desechos, pero no sabe que también está barriendo a sus hijos y vecinos, los mete en una bolsa de basura y derechito al patio. Los nanoniños logran escapar de la bolsa de basura pero se dan cuenta de que están nada menos que en el jardín de la casa y ya se imaginarán lo que es el jardín para ellos en ese momento, onda “el-jardín-gigante-de-mundo-mágico” (que malditamente no conocí, pero me lo imagine tanto), claro que mucho más hostil. De aquí en adelante todo es aventura: escorpiones asesinos, abejas megavoladoras, gotas de agua que amenazan con ahogarte, y kilómetros y kilómetros de pasto del tamaño de edificios, legos camarotes, colillas de cigarro que sirven para hacer antorchas y, mi parte favorita, una deliciosa galleta tritón (debe haber sido una oreo, o algo así en realidad) gigante botada para comer en bajones aventureros.



Como les decía en un principio la película mas adelante me vendría como anillo al dedo. Poco a poco me fui convirtiendo en una nano-niña, en una nano-adolecente y hoy en una nano-mujer, así como los Szalinsk y los Thomson.

Cuando una es pequeña la vida es divertida, aunque yo creo que siendo de cualquier forma es como uno se la tome. Sí, el cliché horrible, pero me refiero a eso de las diferencias y las diferenciaciones. Es que el diferenciarse es un acto totalmente implícito en el ser con los otros, pero yo creo que el mambo es que en esos procesos de pertenecer y diferenciarse está todo lo entretenido, en ese acto de poder reconocerse, conocer tus daños, tus afectaciones, tus latencias y tus vibraciones con los otros. Reconocerlas y sentir que son las que te definen y a la vez te hacen super distinto. Empiezan a surgir un millón de creatividades y comunicaciones chistosas, como los sobrenombres, por ejemplo. Sí, yo los defiendo, es que tiene que ver con las emociones, con el contexto y como este los define, con lo que tu sientas al decirlo y con lo que sienta el otro al escucharlo, por qué va ser malo decirle watón a mi amigo el “watón”, o chica a la “chica”, es que yo creo que los, defectos son absolutamente construidos por el contexto social y por el maldito poder que domina esos contextos y que define la norma: los lindos, los inteligentes, los ricos, lo altos, los rubios. No hablo de discriminación, de bullying, de integración, que para mí son meras discusiones que se quedan en conceptualizaciones, si al final a todos alguna vez nos molestan y todos alguna vez molestamos.

Lo que yo defiendo es valorar el daño, los propios daños y no quiero sonar a discurso positivista, como decir 'amémonos todos con nuestras diferencias', pero sí riámonos caleta de ellas, porque son chistosas, porque sirven para conocerse y para conocer al de al lado, sirven para reirse y sí, a veces para llorar también, pero para lo que más sirven es pa cachar que los bonitos y las bonitas rara vez se parecen a esos de la tele, a los de “hollywood”, o a las barbies, o a los ken, más bien no se parecen a nadie, porque podí ser chico, negro, grande, gigante (y tengo un amigo gigante), tetona, sin tetas, crespo o liso, da igual, pa los amigos que te quieren siempre eres el más bonito o la más bonita, por eso auque te topes con un rayo miniaturizador o con uno gigantizador da igual si encuentras de amigos verdaderos bonitas y bonitos como los que yo encontré.